PABLO MAKOVSKY
pablo
mencionado por:
Osvaldo Aguirre
menciona a:
Juan Manuel Alonso
Sonia Scarabelli
Sergio Raimondi
Edgardo Dobry
Perla Sneh
Martín Prieto
Osvaldo Aguirre
Datos biográficos:
Nací en Paysandú, República Oriental del Uruguay, en 1963. Tengo dos hijos. Viví en San Nicolás, Buenos Aires y desde 1984 vivo en Rosario, Santa Fe. A los 30 años me bauticé en la Iglesia Católica. Colaboro en distintos medios gráficos y trabajo como periodista cultural en el diario El Ciudadano. Coordiné un espacio de escritura en la Colonia Psiquiátrica “Abelardo Irigoyen Freyre”, de Oliveros, Santa Fe. Fui cantante y letrista; también, docente. Publiqué el libro de poemas La vida afuera (2000) y el cuento “La niña” en la compilación Rosarinos de antología (2004). Edito la revista Lenta Prisa, de la secretaría de Cultura del gobierno de Santa Fe. Soy diabético, como Michael Corleone.
Poética:
“Diálogo/ somos/ entre/ una corza/ oscura/ y/ el secreto/ claro.// Así/ el fin/ nunca/ en el fin/ fenece.” H.A. Murena, “Naturaleza del fin”.
En El hombre en el castillo Philip K. Dick describe esta escena: alguien hace una pequeña pregunta al I Ching. El libro le da una respuesta desmedida que le sirve al personaje para saber cuál era su pregunta. Creo que allí hay una poética. Ascender cada día a un mundo de palabras y a duras penas hallar una morada, ese podría ser uno de los motores de la escritura.
Poemas
De: Fantasmas
Cicuta
Oliveros – Rosario, abril de 2002
“Go, said the bird, for the leaves were full of children,
Hidden excitedly, containing laughter.
Go, go, go, said the bird: human kind
Cannot bear very much reality”.
T.S. Eliot, “Burnt Norton”, Four Quartets
El pájaro canta en el árbol.
Las once de la mañana.
El campo.
Un lugar en el campo a un costado de la ruta 11.
Los plátanos y los eucaliptos ahí,
tras la ventana que separa
esta habitación
un poco fría
un poco vacía.
Árboles erguidos
contra el cielo encapotado.
La mañana de otoño.
También hay locos: esta gente
que se acerca a escribir
a la habitación
un poco fría
un poco vacía.
En el canto del pájaro
sopla este viento
que viene del sur
con un polvillo helado y tenue.
Este viento llenó de nubes el cielo
y trajo a esta mujer que vino hasta acá a escribir
con un abrigo de cuerina chillona, vieja y ajada.
Este viento trae del cielo
Otra habitación
un poco fría
un poco vacía.
El mes de abril
empezó hace diez días. Con abril
termina
de disolverse el verano:
su pátina caliente mantuvo adormecido
este recuerdo de otros años,
otros abriles en los que transité el recinto
que se llena de voces,
que se llena de estos
extraños ruidos del campo
(que suenan como ajenos,
como una fantasmagoría
en el mismo campo, en su paisaje
extenso que se ofrece al viento).
Sí, el cacareo del pájaro
silba en el aire
y por momentos
corta el fluido de ruidos
que salpican el campo. Algo,
pero algo como la piel sintética
que está pegada a las solapas
del abrigo de esta mujer,
algo así toma cuerpo
en ese viento sonoro
que fluye entre los árboles.
Algo así, como todas las cosas
que tienen un cuerpo
y son capaces de tener
una voz, un sonido
que hace saber
de la existencia y de la muerte,
un poco fría
un poco vacía.
Mientras,
la mujer escribe: la historia de una vida.
Y en esa historia
brillan también
los cabellos dorados de su melena,
el rojo estridente de sus labios. Su escribir
también es ese algo,
es su voz y en su voz
se extraña también el fluir de estos ruidos
que salpican el campo. Su voz
vuelve el campo ajeno,
lo ofrece,
como un cuerpo
en una habitación
un poco fría
un poco vacía.
Su escribir
es ese abrigo
viejo
que confiesa su desnudez,
es su inclinarse
contra el escritorio donde anota
con aplicación
sus garabatos. “Nací un día en que las estrellas
ni existían. Entonces fui
la prometida de Dios”,
escribe.
“Es la biografía
de una estrella”, dice la mujer. “Las estrellas
salen de noche”, le digo.
Y de nuevo
la voz del campo
y el cuerpo
de la mujer
enrollado
sobre la página. Habla
consigo misma, con esa otra
que está ahora junto a ella. Su otra mujer
que la empuja a responder
es también
ese escribir, ese disfraz
que se oculta al mostrarse
hace señas al más allá. “¿Por qué escribe?”, le digo.
“Por desamparo”, dice. Habla
de la casa. Habla
del hogar. Habla
de una casa
abandonada,
en barrio Ludueña,
de una habitación
un poco fría
un poco vacía.
“Se escribe
por desconsuelo. Por ansiedad
de un hombre”, habla. “¡Calláte!”, le dice
su otra mujer. “Se escribe
por nada”.
tesoro
se convence de que el tesoro perdido
es el más maravilloso:
las manos vacías retienen
el tacto fantasmagórico
de las joyas que no tocaron
El regalo ajeno
En mis cumpleaños de la infancia siempre hubo tías que me regalaban medias o calzoncillos. Llegaban urgidas por mi salto de edad, excitadas por el encuentro familiar. Y estrujaban en sus manos un paquetito blanduzco envuelto en papel de regalo, del que se desentendían entregándoselo a mi madre o a mi padre.
Más tarde, yo recibía el presente con un ligero rencor. Sin decírmelo, intuía que un regalo era algo que debía mostrarse, que en esa exhibición resultaba homenajeado también quien había hecho el regalo. Tal vez ese íntimo desprecio, al descubrir el calzoncillo dentro del envoltorio deshecho, me hundía en una culpa volátil que luego, al reconocer días más tarde el regalo en el cajón de la cómoda, resurgía como una bruma mental, algo así como el efluvio fantasmagórico de un sentimiento que no termina de cristalizar.
Así, yo me convertía en ajeno al regalo. El regalo, por su parte, desplegaba sobre mí un halo espectral: en él se ausentaba la ofrenda intuida y se presentaban los restos de mi desprecio, como un cadáver hecho de sensaciones, como un cadáver pegado al cuerpo... un calzoncillo, unas medias. El regalo me era entonces ajeno: destinado a mí, desterrado su carácter de obsequio, aquello estorbaba como una mácula entre mis cosas más íntimas.
A su vez, mi intimidad, convocada por esos calzones sin estrenar, parecía fugarse de la escena y dejaba una trémula comezón, el resplandor de una ausencia, algo semejante a una puerta, un umbral: por allí escapaba aquél que de pronto se volvía ajeno al homenaje de su pequeño cumpleaños.
De: Milongas infantiles
El Capitán Tristeza
El Capitán Tristeza
vuela como colgado
de una capa turquesa,
en el cielo encapotado.
El Capitán Tristeza
es un galgo cimarrón,
tostadito en la cabeza
y en las ancas muy marrón.
El Capitán Tristeza
ha nacido en Uruguay:
un país donde se empieza
contando lo que no hay.
El Capitán Tristeza
defiende a los más chiquitos
y a la cucha regresa
contento por un ratito.
El Capitán Tristeza
era un perro callejero
al que amargó una promesa
un día, en Montevideo.
El Capitán Tristeza
cruzó el Río de la Plata,
una noche sin estrellas
en un barquito de lata.
Al Capitán Tristeza
lo secuestró un día un ovni
y allí adquirió su destreza
para ayudar a los hombres.
El Capitán Tristeza
tiene superpoderes;
y el poder también lo aleja
de lo que puede y no quiere...
El Capitán Tristeza
se acongoja entre sus sueños:
toda su fortaleza
no puede contra el recuerdo.
El Capitán Tristeza
oye que alguien pide ayuda;
recupera su entereza
y apechuga con ternura.
mencionado por:
Osvaldo Aguirre
menciona a:
Juan Manuel Alonso
Sonia Scarabelli
Sergio Raimondi
Edgardo Dobry
Perla Sneh
Martín Prieto
Osvaldo Aguirre
Datos biográficos:
Nací en Paysandú, República Oriental del Uruguay, en 1963. Tengo dos hijos. Viví en San Nicolás, Buenos Aires y desde 1984 vivo en Rosario, Santa Fe. A los 30 años me bauticé en la Iglesia Católica. Colaboro en distintos medios gráficos y trabajo como periodista cultural en el diario El Ciudadano. Coordiné un espacio de escritura en la Colonia Psiquiátrica “Abelardo Irigoyen Freyre”, de Oliveros, Santa Fe. Fui cantante y letrista; también, docente. Publiqué el libro de poemas La vida afuera (2000) y el cuento “La niña” en la compilación Rosarinos de antología (2004). Edito la revista Lenta Prisa, de la secretaría de Cultura del gobierno de Santa Fe. Soy diabético, como Michael Corleone.
Poética:
“Diálogo/ somos/ entre/ una corza/ oscura/ y/ el secreto/ claro.// Así/ el fin/ nunca/ en el fin/ fenece.” H.A. Murena, “Naturaleza del fin”.
En El hombre en el castillo Philip K. Dick describe esta escena: alguien hace una pequeña pregunta al I Ching. El libro le da una respuesta desmedida que le sirve al personaje para saber cuál era su pregunta. Creo que allí hay una poética. Ascender cada día a un mundo de palabras y a duras penas hallar una morada, ese podría ser uno de los motores de la escritura.
Poemas
De: Fantasmas
Cicuta
Oliveros – Rosario, abril de 2002
“Go, said the bird, for the leaves were full of children,
Hidden excitedly, containing laughter.
Go, go, go, said the bird: human kind
Cannot bear very much reality”.
T.S. Eliot, “Burnt Norton”, Four Quartets
El pájaro canta en el árbol.
Las once de la mañana.
El campo.
Un lugar en el campo a un costado de la ruta 11.
Los plátanos y los eucaliptos ahí,
tras la ventana que separa
esta habitación
un poco fría
un poco vacía.
Árboles erguidos
contra el cielo encapotado.
La mañana de otoño.
También hay locos: esta gente
que se acerca a escribir
a la habitación
un poco fría
un poco vacía.
En el canto del pájaro
sopla este viento
que viene del sur
con un polvillo helado y tenue.
Este viento llenó de nubes el cielo
y trajo a esta mujer que vino hasta acá a escribir
con un abrigo de cuerina chillona, vieja y ajada.
Este viento trae del cielo
Otra habitación
un poco fría
un poco vacía.
El mes de abril
empezó hace diez días. Con abril
termina
de disolverse el verano:
su pátina caliente mantuvo adormecido
este recuerdo de otros años,
otros abriles en los que transité el recinto
que se llena de voces,
que se llena de estos
extraños ruidos del campo
(que suenan como ajenos,
como una fantasmagoría
en el mismo campo, en su paisaje
extenso que se ofrece al viento).
Sí, el cacareo del pájaro
silba en el aire
y por momentos
corta el fluido de ruidos
que salpican el campo. Algo,
pero algo como la piel sintética
que está pegada a las solapas
del abrigo de esta mujer,
algo así toma cuerpo
en ese viento sonoro
que fluye entre los árboles.
Algo así, como todas las cosas
que tienen un cuerpo
y son capaces de tener
una voz, un sonido
que hace saber
de la existencia y de la muerte,
un poco fría
un poco vacía.
Mientras,
la mujer escribe: la historia de una vida.
Y en esa historia
brillan también
los cabellos dorados de su melena,
el rojo estridente de sus labios. Su escribir
también es ese algo,
es su voz y en su voz
se extraña también el fluir de estos ruidos
que salpican el campo. Su voz
vuelve el campo ajeno,
lo ofrece,
como un cuerpo
en una habitación
un poco fría
un poco vacía.
Su escribir
es ese abrigo
viejo
que confiesa su desnudez,
es su inclinarse
contra el escritorio donde anota
con aplicación
sus garabatos. “Nací un día en que las estrellas
ni existían. Entonces fui
la prometida de Dios”,
escribe.
“Es la biografía
de una estrella”, dice la mujer. “Las estrellas
salen de noche”, le digo.
Y de nuevo
la voz del campo
y el cuerpo
de la mujer
enrollado
sobre la página. Habla
consigo misma, con esa otra
que está ahora junto a ella. Su otra mujer
que la empuja a responder
es también
ese escribir, ese disfraz
que se oculta al mostrarse
hace señas al más allá. “¿Por qué escribe?”, le digo.
“Por desamparo”, dice. Habla
de la casa. Habla
del hogar. Habla
de una casa
abandonada,
en barrio Ludueña,
de una habitación
un poco fría
un poco vacía.
“Se escribe
por desconsuelo. Por ansiedad
de un hombre”, habla. “¡Calláte!”, le dice
su otra mujer. “Se escribe
por nada”.
tesoro
se convence de que el tesoro perdido
es el más maravilloso:
las manos vacías retienen
el tacto fantasmagórico
de las joyas que no tocaron
El regalo ajeno
En mis cumpleaños de la infancia siempre hubo tías que me regalaban medias o calzoncillos. Llegaban urgidas por mi salto de edad, excitadas por el encuentro familiar. Y estrujaban en sus manos un paquetito blanduzco envuelto en papel de regalo, del que se desentendían entregándoselo a mi madre o a mi padre.
Más tarde, yo recibía el presente con un ligero rencor. Sin decírmelo, intuía que un regalo era algo que debía mostrarse, que en esa exhibición resultaba homenajeado también quien había hecho el regalo. Tal vez ese íntimo desprecio, al descubrir el calzoncillo dentro del envoltorio deshecho, me hundía en una culpa volátil que luego, al reconocer días más tarde el regalo en el cajón de la cómoda, resurgía como una bruma mental, algo así como el efluvio fantasmagórico de un sentimiento que no termina de cristalizar.
Así, yo me convertía en ajeno al regalo. El regalo, por su parte, desplegaba sobre mí un halo espectral: en él se ausentaba la ofrenda intuida y se presentaban los restos de mi desprecio, como un cadáver hecho de sensaciones, como un cadáver pegado al cuerpo... un calzoncillo, unas medias. El regalo me era entonces ajeno: destinado a mí, desterrado su carácter de obsequio, aquello estorbaba como una mácula entre mis cosas más íntimas.
A su vez, mi intimidad, convocada por esos calzones sin estrenar, parecía fugarse de la escena y dejaba una trémula comezón, el resplandor de una ausencia, algo semejante a una puerta, un umbral: por allí escapaba aquél que de pronto se volvía ajeno al homenaje de su pequeño cumpleaños.
De: Milongas infantiles
El Capitán Tristeza
El Capitán Tristeza
vuela como colgado
de una capa turquesa,
en el cielo encapotado.
El Capitán Tristeza
es un galgo cimarrón,
tostadito en la cabeza
y en las ancas muy marrón.
El Capitán Tristeza
ha nacido en Uruguay:
un país donde se empieza
contando lo que no hay.
El Capitán Tristeza
defiende a los más chiquitos
y a la cucha regresa
contento por un ratito.
El Capitán Tristeza
era un perro callejero
al que amargó una promesa
un día, en Montevideo.
El Capitán Tristeza
cruzó el Río de la Plata,
una noche sin estrellas
en un barquito de lata.
Al Capitán Tristeza
lo secuestró un día un ovni
y allí adquirió su destreza
para ayudar a los hombres.
El Capitán Tristeza
tiene superpoderes;
y el poder también lo aleja
de lo que puede y no quiere...
El Capitán Tristeza
se acongoja entre sus sueños:
toda su fortaleza
no puede contra el recuerdo.
El Capitán Tristeza
oye que alguien pide ayuda;
recupera su entereza
y apechuga con ternura.
* * *
La verdad que la línea más poética de este poeta es a todas luces: "Soy diabético, como Micheal Corleone". Me gustaría citarla.
Ptolomeo
¿qué es la objetividad? falta una foto, la comparaciòn con el haiku y el carpe diem, de esos recortes se nutren.
Coincido con ptolomeo, esa es la linea más poética
Estimados Ptolomeo y Marcos Miroslav: muchas gracias por sus comentarios. El de Marcos es –¿cómo decirlo?– acaso más críptico. Pero vehemente, sí. En lo que respecta a la manifestación de deseo de Ptolomeo: ningún problema, cite nomás, pero no olvide aplicarse sus dosis diarias de insulina.
Makovsky
Is the man of brown cap who is behind you in the photo perhaps the real Captain Sadness? Say it to me, say it to me, dear friend Paulus. From Trinkeland
He quedado agradablemente impresionado por tu primer poema, su descripción lisa y llana, casi letárgica, me ha recordado ciertos aspectos de la poesía de Bukowski, aunque aquí no luces su ironía(qué se que tienes), también he encontrado cosas que me recuerdan los cuentos de Cortázar. Supongo que tu poética sigue siendo variada como antaño, y que seguís explorando estilos.
Alguna vez quizás, hasta volvamos a encontrarnos.
Sergio, desde España.
Hola Pablo, desde Paysandú tu tierra natal, deseo saludarte y decirte que me impresionó "El Capitán Tristeza", es bien uruguayo... Cada día habemos más Capitanes Tristezas, en nuestro querido paisito. Sigue adelante, queremos ver más tu vasta obra. Me gustaría leer LA VIDA AFUERA pero no sé si lo encontraré en Montevideo donde más vivo. Un afectuoso abrazo Marta
Querido Pablo, aqui en Brasil, tuve el privilégio de leer, emocionarme y conmoverme con su obra "La vida afuera", espero poder seguir acompañando sus obras, sus poemas, sus palabras...
un fuerte abrazo de alguien cuyos recuerdos se mezclan con la vida, esa que uno vive "afuera".
Katerine
Escuchando Leonard Cohen me acordé de la Plaza del Entrevero.
Espero estés bien.
Un beso, desde la vieja Europa.
érika.
Publicar un comentario